miércoles, diciembre 04, 2013

Fragmento - 2º parte - El Juego de Abalorios - Hermann Hesse

-Vos preguntasteis con preocupación por la salud del señor ex Magister Musicae –contestó el joven-, porque mi insistencia os había sugerido ciertamente la idea de que pudiera estar enfermo y ser al fin hora de visitarle una vez más. Bien, creo realmente que es hora, antes de que sea tarde. Es cierto, no me parece que el Venerable esté cerca de la muerte, pero su forma de despedirse del mundo es sin duda muy rara. Desde hace unos meses, por ejemplo, ha perdido casi la costumbre de hablar, y aunque siempre prefirió un discurso breve a uno largo, ha llegado ahora a una brevedad y parquedad que me angustia un poco. Como cada vez a menudo ocurría que me dejaba sin contestación si le dirigía la palabra o le preguntaba algo, pensé al comienzo que su oído comenzara a debilitarse, pero él oye tan bien como siempre, lo comprobé muchas veces. Tuve que suponer, pues, que estaría distraído y no lograría concentrar su atención. Pero tampoco ésta es una explicación suficiente. Más aún, hace mucho ya que está en cierto modo ausente y no vive totalmente entre nosotros, sino cada vez más en su propio mundo; así también visita cada vez menos a los colegas y menos los recibe; días enteros pasan sin que vea a nadie fuera de mí. Y desde que esto comenzó, esta ausencia, este alejamiento, me esforcé por llevarle una vez todavía el par de amigos de quienes sé que él los amaba mucho. Si quisierais visitarle, Domine, sin duda le daríais un gran placer, le proporcionaríais una gran alegría, estoy seguro de ello, y vos hallaríais todavía en cierto modo el mismo ser que honrasteis y amasteis. Dentro de algunos meses, tal vez dentro de algunas semanas, su alegría y su goce por vos serán mucho menores, y hasta es muy posible que no os reconozca o no os preste atención siquiera.
Knecht se levantó, se acercó a la ventana y se quedó allí un rato mirando hacia afuera, respirando ávidamente. Cuando se volvió hacia el estudiante, éste también se había levantado, como sabiendo que la audiencia había terminado. El Magister le tendió la mano.
-Te expreso mi agradecimiento, Petrus –le dijo-. Sabrás que un Magister tiene toda clase de obligaciones. No puedo ponerme el sombrero en la cabeza y marcharme, todo tiene que ser preordenado y preparado. Espero poder estar pronto para pasado mañana. ¿Te bastará y terminarás para entonces tu labor en el archivo? ¿Sí? Entonces te haré llamar, cuando sea el momento.
Y en efecto, Knecht emprendió el breve viaje pocos días más tarde, acompañado por Petrus hasta Monteport. Cuando al llegar allí entraron en el pabellón donde residía el ex Magister, en el medio del parque, como en una clausura estimuladora y tranquilísima, oyeron música que procedía de la habitación interior, una música delicada, sutil, pero firme en el compás y preciosamente alegre; allí estaba sentado el anciano y tocaba con dos dedos una melodía a dos voces; Knecht pensó en seguida que debía ser una página de los libros “bicinios” de fines del siglo XVI. Se quedaron quietos hasta que la música concluyó; entonces Petrus llamó a su maestro y le anunció que estaba de regreso y había traído consigo una visita. El anciano llegó hasta la puerta y los miró mientras saludaba. Este saludo sonriente del Magister Musicae, tan grato a todos, había estado siempre colmado  de una cordialidad y una amabilidad infantilmente francas, generosas, resplandecientes; Josef Knecht las había visto por primera vez casi treinta años antes y había abierto su alma a este ser amigo y se la había entregado en aquella hora mañanera un poco cohibidora pero feliz de la salita de música. Había vuelto a ver esa sonrisa muchas veces desde entonces y cada vez con profunda alegría y milagrosa emoción, y mientras el cabello gris del maestro amigo había ido encaneciendo poco a poco totalmente, mientras su voz se tornaba más queda, su apretón de manos más débil, su paso más fatigado, la sonrisa no había perdido nada en luminosidad y excitación, en pureza e intimidad. Y esta vez –lo vio claramente el amigo y discípulo- no cabían dudas: el mensaje radioso y conquistador de la sonriente cara del Magister ya retirado, cuyos ojos azules y cuyo delicado color de las mejillas se habían ido suavizando más y más con los años, no sólo era el antiguo y tantas veces observado, sino que se había tornado mucho más íntimo, misterioso e intenso. Sólo ahora, al saludar, Knecht comenzó realmente a comprender en qué consistía el interés del estudiante Petrus y también cómo él mismo resultaba ser el benficiado, aunque creyera en un primer momento que hacía un sacrificio por ese interés.
Su amigo Carlos Ferromonte, que él visitó pocas horas más tarde –estaba a cargo de la tan famosa biblioteca de música, una gloria de Monteport-, fue el primero a quien habló de eso y nos conservó la conversación de ese día en una carta.
-Nuestro ex Magister Musicae –dijo Knecht- ha sido tu maestro y tú lo has querido mucho. ¿Lo ves todavía a menudo?
-No –contestó Carlos-, es decir, lo veo a menudo, por ejemplo durante su paseo, cuando regreso justamente de la biblioteca, pero no le he hablado desde hace meses. Se retrae cada vez más y parece ir perdiendo toda sociabilidad. Antes nos ofrecía una velada para castalios de mi categoría, para sus repetidores de un tiempo, en cuanto son hoy funcionarios de Monteport; pero eso ha cesado ya desde un año a esta parte y fue para nosotros una gran sorpresa el que haya viajado para asistir a vuestra investidura en Waldzell.
-Sí –comentó Knecht-, pero si lo ves a menudo aún, ¿no te ha llamado la atención ningún cambio en él?
-¡Oh, sí! Os referís a su buen aspecto, a su alegría, a su notable irradiación. Ciertamente, eso lo hemos observado. Mientras sus fuerzas declinan, esta leticia crece constantemente. Nos hemos acostumbrado a ella, pero os debe haber llamado la atención.
-Su famulus Petrus –exclamó Knecht- lo ve más a menudo que tú, pero no se ha habituado como dices. Vino por su propia iniciativa a Waldzell, naturalmente con plausible razón, para sugerirme esta visita. ¿Qué piensas de él?
-¿De Petrus? Es un buen conocedor de música, más tal vez de la clase pedantesca que de la genial, un hombre lento y de sangre pesada. Está rendido incondicionalmente a los pies del ex Magister Musicae y daría la vida por él. Creo que su servicio al lado del venerado señor, del ídolo, lo colma totalmente y que hasta podría considerársele como un poseso. ¿No tuvisteis vos también esta impresión?
-¿Poseso? Sí, pero este joven, creo, no está solamente poseído por una preferencia y una pasión, no está simplemente enamorado de su viejo maestro, sino que está casi hechizado por un fenómeno real y legítimo, que él ve mejor o comprende con los sentidos mejor que vosotros. Te contaré como lo vi yo. Llegué hoy a visitar al ex Magister, que no he visto desde unos seis meses y por las explicaciones de su famulus nada o muy poco esperaba para mí de esta visita; temí simplemente que el venerado anciano señor podría abandonarnos de repente muy pronto, y me apresuré a venir, para verle por lo menos por última vez. Cuando me reconoció y me saludó, su rostro se iluminó, pero no dijo más que mi nombre y me tendió la mano, y hasta ese movimiento y la misma mano me parecieron resplandecer; toda su persona, o por lo menos sus ojos, sus canas, su cutis claro rosado me parecieron lanzar una leve y fresca irradiación. Me senté a su lado y él despidió al estudioso con una simple mirada; entonces comenzó el diálogo más maravilloso que yo conocí en mi vida. Al principio, fue para mí algo en verdad muy extraño y opresivo y hasta vergonzoso, porque yo hablaba constantemente al anciano o le dirigía preguntas y a todo él contestaba solamente con una mirada; no podía darme cuenta de si mis interrogantes o mis noticias eran para él mero ruido molesto. Me confundió, me desilusionó y me cansó; me sentí torpemente insistente, me parecía que estaba demás; cualquier cosa que dijese al maestro, sólo recibía una sonrisa y una leve mirada. ¡Oh, si esas miradas no hubieran estado tan llenas de benevolencia y cordialidad, hubiera debido pensar que el anciano se divertía sin disimularlo a mi costa, de mis noticias y preguntas, de todo el inútil apresuramiento de mi viaje y mi visita! Sí, en el fondo, en el silencio y la sonrisa había esa intención; constituían realmente una defensa y una admonición, casi un reproche, pero lo eran de otra manera, en otro plano y en otro grado de intención, como si hubiesen sido quizá palabras irónicas. Debí agotarme y naufragar completamente, según me pareció, con mis pacientes y gentiles intentos para organizar una conversación, antes de que llegara a comprender que el anciano estaba acostumbrado a tener una paciencia, una perseverancia y una cortesía cien veces mayores a las mías. Eso puede haber durado un cuarto de hora o media hora, me pareció la mitad de un día; comencé a sentirme triste, cansado y desazonado y a arrepentirme de mi viaje; se me secó la boca. Allí estaba sentado el Venerable, mi protector, mi amigo, que desde que pude comprender poseyó mi corazón y mi confianza y nunca dejó una palabra mía sin contestación, allí estaba sentado y me oía hablar o no me oía siquiera, oculto por entero detrás de su luz y su sonrisa, detrás de su dorada máscara, atrincherado, inalcanzable, perteneciente a otro mundo con otras leyes, y todo lo que quería llegarle expresado por mí por nuestro mundo, corría por encima de él como la lluvia por encima de una piedra. (CONTINÚA)

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