sábado, diciembre 21, 2013

BUSHIDO

El Código de Bushido 

Los Siete principios.

1. GI  (Honradez/Justicia)

Sé honrado en tus tratos con todo el mundo. Cree en la justicia, pero no en la que emana de los demás, sino en la tuya propia. Para un auténtico samurai no existen las tonalidades de gris en lo que se refiere a honradez y justicia. Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.

2. YU (Valor heroico)

Álzate sobre las masas de gente que temen actuar. Ocultarse como una tortuga en su caparazón no es vivir. Un samurai debe tener valor heroico. Es absolutamente arriesgado, es peligroso, pero sin duda también es vivir la vida de forma plena, completa, maravillosa. El corajeheroico no es ciego. Es inteligente y fuerte. Reemplaza el miedo por el respeto y la precaución.

3. JIN (Compasión)

Mediante un entrenamiento intenso el samurai se convierte en rápido y fuerte. No escomo el resto de los hombres, ya que desarrolla un poder tan grande que debe ser usado solo para el bien de todos. El samurai debe tener compasión. El samurai debe ayudar a sus hermanos en cualquier oportunidad. Si la oportunidad no surge, se sale de su camino para encontrarla

4. REI (Cortesía)

Ser un guerrero no justifica la crueldad. Los samuráis no tienen motivos para ser crueles, no necesitan demostrar su fuerza a nadie salvo a sí mismos. Un samurai debe ser cortés siempre, especialmente hacia sus enemigos. Sin esta muestra directa de respeto hacia sus oponentes, el samurai no es mejor que los animales. Un samurai es temido por su fiereza en la batalla, pero es respetado por su manera de tratar a los demás. La auténtica fuerza interior del samurai se vuelve evidente en tiempos de apuros.

5.  MEYO (Honor)

El auténtico samurai solo tiene un juez de su propio honor, él mismo. Las decisiones que toma y cómo las lleva a cabo son un reflejo de quién es en realidad. Nadie puede ocultarse de sí mismo, y los samuráis no son una excepción.

6. MAKOTO (Sinceridad absoluta)

Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. Nada en este mundo lo detendrá en la realización de lo que ha dicho que hará. No ha de dar su palabra. No ha de prometer. El simple hecho de hablar ha puesto en movimiento el acto de hacer.“Hablar” y “hacer” son, para un samurai, la misma acción.

7. CHUGO (Deber y Lealtad)


Para el samurai, haber hecho o dicho "algo", significa que ese "algo" le pertenece. Es responsable de ello y de todas las consecuencias que le sigan. Un samurai es intensamente leal a aquellos bajo su cuidado. Para aquellos de los que es responsable, permanece fieramente fiel. Las palabras de un samurai son como sus huellas: puedes seguirlas donde quiera que él vaya, por ello el samurai debe tener cuidado con el camino que sigue.

Fragmento - 5º parte (última)- El Juego de Abalorios - Hermann Hesse

-Carlos -dijo-, es una lástima que nos podamos ver tan raramente. No todos los amigos juveniles son los mismos, cuando se los vuelve a encontrar. He venido a verte con mi narración del anciano Magister, porque aquí en este lugar eres el único a quien me importaba comunicar y participar todo esto. Pero debo dejar librado a tu criterio lo que quieras hacer con mi narración y cómo quieras denominar el estado iluminado de nuestro amigo y maestro. Me alegraría si lo visitaras y quisieras permanecer un momento en su aura. Su estado de gracia, perfección, plenitud, sabiduría de la edad o beatitud, o como quieras llamarlo, puede pertenecer a la vida religiosa; aunque los castalios no tenemos ni confesión ni iglesia, la piedad no nos es desconocida; justamente nuestro ex Magister Musicae fue siempre y en todo un hombre piadoso. Y como hay noticias de bienaventurados, perfectos, luminosos e iluminados en muchas religiones, ¿por qué no debería también nuestra piedad castalia llegar alguna vez a ese florecimiento?... Se ha hecho tarde, hubiera debido acostarme ya, mañana debo partir de madrugada. Espero poder volver pronto. Deja, sin embargo, que te cuente mi historia hasta el final. Cuando, pues, me dijo: "Te cansas", logré finalmente desistir de mis esfuerzos para iniciar una conversación y no sólo calmarme, sino también desviar mi voluntad de una meta falsa, la de indagar a este taciturno máximo con palabras y preguntas y aprovecharme de él. Y desde el instante en que renuncié y lo dejé todo en sus manos, todo marchó de mil maravillas. Luego podrás sustituir mis expresiones con otras más de tu gusto, pero ahora escúchame, aunque parezca inexacto o altere las categorías. Estuve con el anciano una hora, tal vez hora y  media; no puede expresarse en palabras lo que pasó o se intercambió entre nosotros. Quebrada mi resistencia, sólo sentí que él me cobijaba en su serenidad, en su alegría, porque nos envolvió realmente el gozo, la quietud maravillosa. Sin que hubiese meditado a sabiendas, fue en cierta medida una meditación muy afortunada y bienhechora, cuyo tema hubiera podido ser la existencia del ex Magister. Le vi o le sentí y percibí el curso de su evolución desde el momento en que me encontró por primera vez, siendo yo niño, hasta el día de hoy. Era una vida de entrega y labor, pero libre de coerción, libre de ambición y colmada de música. Y se desarrollaba de manera tal como si él, músico y maestro, hubiera elegido la música como una de las vías para alcanzar la suprema meta del hombre, la libertad interior, la pureza, la perfección, y desde entonces no hubiese hecho otra cosa que dejarse empapar cada vez más por la música, transformar, iluminar por ella, desde las expertas e inteligentes manos de clavecinista y la rica enorme memoria de músico hasta todas las partes y los órganos de su cuerpo y de su alma, hasta el pulso y el aliento, hasta el sueño y el ensueño, y fuera ya sólo un símbolo, más aún, una forma fenoménica, una personificación de la música. Por los menos sentí como música lo que irradiaba de él o lo que ondeaba entre él y yo como en rítmica respiración; música esotérica, enteramente inmaterial ahora, que aferra a quien penetra en el círculo mágico como en un canto de muchas voces incorpora una voz nueva que llega. Para quien no fuera músico, la gracia hubiera sido percibida tal vez con otros aspectos; un astrónomo, por ejemplo, hubiera visto quizá girar la luna alrededor de un planeta, o un filólogo se hubiera oído llamar en una lengua primitiva mágica, capaz de expresarlo todo. Pero basta ahora, me despido de ti. Fue un grato placer para mí, Carlos.
Hemos narrado con cierta amplitud este episodio, porque el Magister Musicae tuvo muy importante lugar en la vida y el alma de Knecht; nos ha llevado y aún tentado a hacerlo la circunstancia de que la conversación de Knecht con Ferromonte ha llegado hasta nosotros en una carta de puño y letra de este último. Acerca de la transfiguración del ex Magister Musicae, es esta carta seguramente el documento más antiguo y fidedigno; más tarde se tejieron sobre el tema leyendas e interpretaciones.  ////////

Fragmento - 4º parte - El Juego de Abalorios - Hermann Hesse

-Veo -dijo Ferromonte pensativo- que vos habéis hallado en nuestro ex Magister Musicae algo así como un santo, y es bueno que justamente vos me lo hayáis comunicado. Confieso que hubiera oído con la máxima deconfianza estas noticias, de labios de cualquier otro hombre. En el fondo, no soy afecto al misticismo, es decir, como músico e historiador, soy partidario pedante de las categorías puras. Como en Castalia no somos ni una congregación cristiana ni un monasterio hindú o taoísta, la inserción o catalogación entre los santos, es decir en una categoría meramente religiosa, no me parece admisible para nosotros y a otro que a ti..., perdonad, a vos, Domine, reprocharía esta opinión como un desvío. Pero creo que vos no tenéis siquiera la intención de iniciar un proceso de canonización a favor de nuestro venerado ex Magister; no habría en nuestra Orden ni las autoridades necesarias para ello. No, no me interrumpáis, hablo en serio, no me atrevería en absoluto a bromear. Me habéis contado una vivencia y yo debo confesar que me he avergonzado un poco, porque el fenómeno por vos descripto no se nos ha escapado ni a mis colegas de Monteport ni a mí, pero nos limitamos a observarlo y luego le prestamos poca atención. Me explica la causa de mi fracaso y de mi indiferencia. El que el cambio del ex Magister haya llamado tanto vuestra atención, hasta seros sensacional, mientras yo apenas lo noté, se debe naturalmente a que el tal cambio os apareció inesperadamente y como resultado definitivo, mientras que yo he sido testigo de su lento desarrollo. El ex Magister que visteis hace meses y el que habéis visto hoy, son distintos entre sí, mientras que nosotros tan cercanos encontramos alteraciones apenas visibles entre un encuentro y otro, no muy distanciados. Mas, lo confieso, la explicación no me satisface. Si ante nuestros ojos se realiza algo así como un milagro, aunque sea tan queda y lentamente, deberíamos estar sorprendidos más fuertemente de lo que me ocurrió, sobre todo no existiendo prevención. Y aquí encuentro la causa de mi torpeza; no estaba prevenido. Sucedió que no noté el fenómeno, porque no quería verlo. Observé, como todos, se creciente retraimiento, su silencio cada vez más estricto, y al mismo tiempo el aumento de su amabilidad, el brillo cada vez más claro y nada físico de su rostro, cuando al encontrarnos retribuía silenciosamente mi saludo. Naturalmente, esto lo noté y lo notaron todos. Pero me cuidé mucho de ver más en ello, y no por falta de respeto por el anciano maestro, sino en parte por cierta resistencia contra el culto de las personas y la adulación en general, en parte por repugnancia precisamente ante la adulación en casos especiales, es decir, ante la suerte de culto que el estudiosus Petrus rinde a su maestro e ídolo. Esto lo comprendí claramente sólo durante vuestra narración.
-Éste fue de todos modos -dijo riendo Knecht- un recurso para descubrir para ti mismo tu antipatía por el pobre Petrus. Pero, vamos a ver. ¿Soy yo también un místico y un adulador? ¿Rindo yo también culto prohibido a personas y santos? ¿O admites para mí lo que no concedes al estudiosus, vale decir, que algo hemos vivido y sentido, no ciertamente sueños y fantasías, sino un fenómeno real y objetivo?
-Es natural que os lo conceda -contestó Carlos lentamente, pensando las palabras-, nadie dudará de vuestra vivencia ni de la belleza o alegría del ex Magister, en la que se podría creer sonriendo. El problema es solamente éste: ¿Qué hacemos con el fenómeno, cómo lo denominaremos, cómo lo explicaremos? Suena a pedantería escolástica, pero los castalios somos sin más gente de escuela, y si deseo catalogar y denominar vuestra y nuestra vivencia, no es porque quiero resolver su realidad y hermosura mediante la abstracción y la generalización, sino porque anhelo describirlas y establecerlas lo más claramente, lo más exactamente que sea posible. Cuando durante algún viaje oigo silbar o cantar a un campesino o a un niño una melodía, donde quiera que sea, es para mí una vivencia si yo no la conocía, y cuando trato de anotar en seguida lo más exactamente posible la tal melodía, no es para eliminarla ni despreciarla, sino para honrarla y perpetuarla, como la sentí.
Knecht asintió amablemente. (CONTINUA)

sábado, diciembre 07, 2013

Fragmento - 3º parte - El Juego de Abalorios - Hermann Hesse

Allí estaba sentado el Venerable, mi protector, mi amigo, que desde que pude comprender poseyó mi corazón y mi confianza y nunca dejó una palabra mía sin contestación, allí estaba sentado y me oía hablar o no me oía siquiera, oculto por entero detrás de su luz y su sonrisa, detrás de su dorada máscara, atrincherado, inalcanzable, perteneciente a otro mundo con otras leyes, y todo lo que quería llegarle expresado por mí por nuestro mundo, corría por encima de él como la lluvia por encima de una piedra. ¡Finalmente –ya había perdido yo todas las esperanzas-, el anciano rompió el muro mágico, finalmente me ayudó, finalmente dijo una palabra! Fue la única palabra que le oí pronunciar hoy. “Te cansas, Josef”. Como si me hubiera visto dedicado largo tiempo a una tarea esforzada y quisiera ponerme en guardia. Pronunció las palabras con un leve esfuerzo, como si no hubiera usado más los labios para hablar desde mucho tiempo atrás. Al mismo tiempo, puso su mano sobre mi brazo, era liviana como una mariposa; me miró hondo en los ojos y se sonrió. En ese momento estaba yo vencido ya, reconquistado. Algo de su alegre calma, algo de su paciencia y de su tranquilidad pasó a mi alma, a mi mente, y de pronto, me invadió la comprensión por el anciano y por el cambio realizado en su ser, lejos de los hombres y dirigido hacia la gran paz, lejos de los pensamientos y dirigido hacia la unidad. Comprendí lo que me estaba concedido contemplar; comprendí también esa sonrisa, esa luz; era un santo, un perfecto, el que me permitía vivir por una hora en su brillo, el que yo –charlatán- pretendía entretener, indagar y tentar a conversar. Gracias a Dios, la luz no apareció demasiado tarde para mí. Hubiera podido echarme y con eso repudiarme para siempre. Hubiera perdido así lo más maravilloso, lo más cordial que nunca conocí. (CONTINÚA)

miércoles, diciembre 04, 2013

Fragmento - 2º parte - El Juego de Abalorios - Hermann Hesse

-Vos preguntasteis con preocupación por la salud del señor ex Magister Musicae –contestó el joven-, porque mi insistencia os había sugerido ciertamente la idea de que pudiera estar enfermo y ser al fin hora de visitarle una vez más. Bien, creo realmente que es hora, antes de que sea tarde. Es cierto, no me parece que el Venerable esté cerca de la muerte, pero su forma de despedirse del mundo es sin duda muy rara. Desde hace unos meses, por ejemplo, ha perdido casi la costumbre de hablar, y aunque siempre prefirió un discurso breve a uno largo, ha llegado ahora a una brevedad y parquedad que me angustia un poco. Como cada vez a menudo ocurría que me dejaba sin contestación si le dirigía la palabra o le preguntaba algo, pensé al comienzo que su oído comenzara a debilitarse, pero él oye tan bien como siempre, lo comprobé muchas veces. Tuve que suponer, pues, que estaría distraído y no lograría concentrar su atención. Pero tampoco ésta es una explicación suficiente. Más aún, hace mucho ya que está en cierto modo ausente y no vive totalmente entre nosotros, sino cada vez más en su propio mundo; así también visita cada vez menos a los colegas y menos los recibe; días enteros pasan sin que vea a nadie fuera de mí. Y desde que esto comenzó, esta ausencia, este alejamiento, me esforcé por llevarle una vez todavía el par de amigos de quienes sé que él los amaba mucho. Si quisierais visitarle, Domine, sin duda le daríais un gran placer, le proporcionaríais una gran alegría, estoy seguro de ello, y vos hallaríais todavía en cierto modo el mismo ser que honrasteis y amasteis. Dentro de algunos meses, tal vez dentro de algunas semanas, su alegría y su goce por vos serán mucho menores, y hasta es muy posible que no os reconozca o no os preste atención siquiera.
Knecht se levantó, se acercó a la ventana y se quedó allí un rato mirando hacia afuera, respirando ávidamente. Cuando se volvió hacia el estudiante, éste también se había levantado, como sabiendo que la audiencia había terminado. El Magister le tendió la mano.
-Te expreso mi agradecimiento, Petrus –le dijo-. Sabrás que un Magister tiene toda clase de obligaciones. No puedo ponerme el sombrero en la cabeza y marcharme, todo tiene que ser preordenado y preparado. Espero poder estar pronto para pasado mañana. ¿Te bastará y terminarás para entonces tu labor en el archivo? ¿Sí? Entonces te haré llamar, cuando sea el momento.
Y en efecto, Knecht emprendió el breve viaje pocos días más tarde, acompañado por Petrus hasta Monteport. Cuando al llegar allí entraron en el pabellón donde residía el ex Magister, en el medio del parque, como en una clausura estimuladora y tranquilísima, oyeron música que procedía de la habitación interior, una música delicada, sutil, pero firme en el compás y preciosamente alegre; allí estaba sentado el anciano y tocaba con dos dedos una melodía a dos voces; Knecht pensó en seguida que debía ser una página de los libros “bicinios” de fines del siglo XVI. Se quedaron quietos hasta que la música concluyó; entonces Petrus llamó a su maestro y le anunció que estaba de regreso y había traído consigo una visita. El anciano llegó hasta la puerta y los miró mientras saludaba. Este saludo sonriente del Magister Musicae, tan grato a todos, había estado siempre colmado  de una cordialidad y una amabilidad infantilmente francas, generosas, resplandecientes; Josef Knecht las había visto por primera vez casi treinta años antes y había abierto su alma a este ser amigo y se la había entregado en aquella hora mañanera un poco cohibidora pero feliz de la salita de música. Había vuelto a ver esa sonrisa muchas veces desde entonces y cada vez con profunda alegría y milagrosa emoción, y mientras el cabello gris del maestro amigo había ido encaneciendo poco a poco totalmente, mientras su voz se tornaba más queda, su apretón de manos más débil, su paso más fatigado, la sonrisa no había perdido nada en luminosidad y excitación, en pureza e intimidad. Y esta vez –lo vio claramente el amigo y discípulo- no cabían dudas: el mensaje radioso y conquistador de la sonriente cara del Magister ya retirado, cuyos ojos azules y cuyo delicado color de las mejillas se habían ido suavizando más y más con los años, no sólo era el antiguo y tantas veces observado, sino que se había tornado mucho más íntimo, misterioso e intenso. Sólo ahora, al saludar, Knecht comenzó realmente a comprender en qué consistía el interés del estudiante Petrus y también cómo él mismo resultaba ser el benficiado, aunque creyera en un primer momento que hacía un sacrificio por ese interés.
Su amigo Carlos Ferromonte, que él visitó pocas horas más tarde –estaba a cargo de la tan famosa biblioteca de música, una gloria de Monteport-, fue el primero a quien habló de eso y nos conservó la conversación de ese día en una carta.
-Nuestro ex Magister Musicae –dijo Knecht- ha sido tu maestro y tú lo has querido mucho. ¿Lo ves todavía a menudo?
-No –contestó Carlos-, es decir, lo veo a menudo, por ejemplo durante su paseo, cuando regreso justamente de la biblioteca, pero no le he hablado desde hace meses. Se retrae cada vez más y parece ir perdiendo toda sociabilidad. Antes nos ofrecía una velada para castalios de mi categoría, para sus repetidores de un tiempo, en cuanto son hoy funcionarios de Monteport; pero eso ha cesado ya desde un año a esta parte y fue para nosotros una gran sorpresa el que haya viajado para asistir a vuestra investidura en Waldzell.
-Sí –comentó Knecht-, pero si lo ves a menudo aún, ¿no te ha llamado la atención ningún cambio en él?
-¡Oh, sí! Os referís a su buen aspecto, a su alegría, a su notable irradiación. Ciertamente, eso lo hemos observado. Mientras sus fuerzas declinan, esta leticia crece constantemente. Nos hemos acostumbrado a ella, pero os debe haber llamado la atención.
-Su famulus Petrus –exclamó Knecht- lo ve más a menudo que tú, pero no se ha habituado como dices. Vino por su propia iniciativa a Waldzell, naturalmente con plausible razón, para sugerirme esta visita. ¿Qué piensas de él?
-¿De Petrus? Es un buen conocedor de música, más tal vez de la clase pedantesca que de la genial, un hombre lento y de sangre pesada. Está rendido incondicionalmente a los pies del ex Magister Musicae y daría la vida por él. Creo que su servicio al lado del venerado señor, del ídolo, lo colma totalmente y que hasta podría considerársele como un poseso. ¿No tuvisteis vos también esta impresión?
-¿Poseso? Sí, pero este joven, creo, no está solamente poseído por una preferencia y una pasión, no está simplemente enamorado de su viejo maestro, sino que está casi hechizado por un fenómeno real y legítimo, que él ve mejor o comprende con los sentidos mejor que vosotros. Te contaré como lo vi yo. Llegué hoy a visitar al ex Magister, que no he visto desde unos seis meses y por las explicaciones de su famulus nada o muy poco esperaba para mí de esta visita; temí simplemente que el venerado anciano señor podría abandonarnos de repente muy pronto, y me apresuré a venir, para verle por lo menos por última vez. Cuando me reconoció y me saludó, su rostro se iluminó, pero no dijo más que mi nombre y me tendió la mano, y hasta ese movimiento y la misma mano me parecieron resplandecer; toda su persona, o por lo menos sus ojos, sus canas, su cutis claro rosado me parecieron lanzar una leve y fresca irradiación. Me senté a su lado y él despidió al estudioso con una simple mirada; entonces comenzó el diálogo más maravilloso que yo conocí en mi vida. Al principio, fue para mí algo en verdad muy extraño y opresivo y hasta vergonzoso, porque yo hablaba constantemente al anciano o le dirigía preguntas y a todo él contestaba solamente con una mirada; no podía darme cuenta de si mis interrogantes o mis noticias eran para él mero ruido molesto. Me confundió, me desilusionó y me cansó; me sentí torpemente insistente, me parecía que estaba demás; cualquier cosa que dijese al maestro, sólo recibía una sonrisa y una leve mirada. ¡Oh, si esas miradas no hubieran estado tan llenas de benevolencia y cordialidad, hubiera debido pensar que el anciano se divertía sin disimularlo a mi costa, de mis noticias y preguntas, de todo el inútil apresuramiento de mi viaje y mi visita! Sí, en el fondo, en el silencio y la sonrisa había esa intención; constituían realmente una defensa y una admonición, casi un reproche, pero lo eran de otra manera, en otro plano y en otro grado de intención, como si hubiesen sido quizá palabras irónicas. Debí agotarme y naufragar completamente, según me pareció, con mis pacientes y gentiles intentos para organizar una conversación, antes de que llegara a comprender que el anciano estaba acostumbrado a tener una paciencia, una perseverancia y una cortesía cien veces mayores a las mías. Eso puede haber durado un cuarto de hora o media hora, me pareció la mitad de un día; comencé a sentirme triste, cansado y desazonado y a arrepentirme de mi viaje; se me secó la boca. Allí estaba sentado el Venerable, mi protector, mi amigo, que desde que pude comprender poseyó mi corazón y mi confianza y nunca dejó una palabra mía sin contestación, allí estaba sentado y me oía hablar o no me oía siquiera, oculto por entero detrás de su luz y su sonrisa, detrás de su dorada máscara, atrincherado, inalcanzable, perteneciente a otro mundo con otras leyes, y todo lo que quería llegarle expresado por mí por nuestro mundo, corría por encima de él como la lluvia por encima de una piedra. (CONTINÚA)