"¿Lo
oyes?", le preguntó nuevamente la mirada de Vasudeva.
Su
sonrisa era clara; todas las arrugas de su vetusto rostro brillaban, como
cuando el Om flota sobre todas las voces del río. Su sonrisa era diáfana cuando
se dirigía al amigo; y ahora también el rostro de Siddharta brillaba con la
misma clase de sonrisa. Su herida florecía, su sufrimiento se iluminaba, su yo
había entrado en la unidad.
En
aquel momento, Siddharta dejó de luchar contra el destino, terminó de sufrir.
En su cara se dibujaba la serenidad que da la sabiduría, a la que ya no se
opone ninguna voluntad, la que conoce toda la perfección, la que está de
acuerdo con el río de los sucesos, con la corriente de la vida, lleno de
igualdad de sentimientos, entregado a la corriente, perteneciente a la unidad.
Cuando
Vasudeva se levantó de su asiento junto a la orilla, miró a los ojos de
Siddharta y observó en el ellos el brillo y la serenidad de la sabiduría;
nuevamente le tocó el hombro con la mano, con cariño y cuidado, y declaró:
-He
estado esperando este momento, amigo. Ahora que ha llegado, por fin, deja que
me marche. Durante mucho tiempo he aguardado; ya he sido demasiado tiempo el
barquero Vasudeva. ¡Adiós, río! ¡Adiós, choza! ¡Adiós, Siddharta!
Siddharta
se inclinó profundamente ante Vasudeva.
-Lo
sabía -manifestó en voz baja-. ¿Te irás a los bosques?
-
Me voy a los bosques, hacia la unidad- contestó Vasudeva, y su rostro
resplandecía.
Se
alejó con rostro refulgente; Siddharta le siguió con la mirada llena de
profunda alegría, de honda serenidad; contempló su caminar lleno de paz,
observó su cabeza rodeada de resplandor, vio su cuerpo rebosante de
luz...
Siddharta
/ Hermann Hesse.
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